Queridos diocesanos:
El Papa en su Mensaje para esta Cuaresma nos dice que ésta es “un tiempo favorable para la renovación personal y comunitaria que nos conduce hacia la Pascua de Jesucristo muerto y resucitado”. En esta perspectiva nos llama a reflexionar sobre este texto de san Pablo a los Gálatas: “No nos cansemos de hacer el bien que, sino desmayamos, a su tiempo cosecharemos” (Gal 6,9-10a). La invitación es a sembrar generosamente porque quien siembra tacañamente no puede pretender cosechar abundantemente. El ayuno, la limosna y la oración, semillas para la siembra cuaresmal, nos ayudarán en este propósito a entender nuestra relación con las cosas y las personas y nuestro estilo de vida y acción.
Fortalecer nuestro espíritu
Escribe San Pablo que “a los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los cuales ha llamado conforme a su designio” (Rom. 8, 28), pero era consciente de que las cosas no iban bien y no acontecían como él hubiera deseado. Tal vez pueda ser esta nuestra impresión. Es el amor de Dios el que pone el bien allí donde, a los ojos del mundo, sólo hay mal. Pues desde el amor el mal se vuelve ocasión para desarrollar el servicio, la acogida, el cuidado, la solidaridad. La caridad no pasará nunca (cf. 1Cor. 13, 8). No debemos dejar que enferme y se debilite nuestro espíritu. Las gracias jubilares nos ayudan a fortalecer nuestra espiritualidad, viviendo el sentido penitencial y la conversión a Dios.
Cristo, acequia de gracia
La siembra necesita unas condiciones para que sea fructífera. El hombre que confía en el Señor es como un “un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas” (Sal 1, 3). Jesús es la acequia de gracia que nos refresca y hace que no nos marchitemos. San Pablo nos transmite su experiencia: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil. 4,13). El fruto no está nunca en nuestras manos. En la misión no va incluido el éxito, pero esta certeza no ha de llevarnos ni a la indiferencia ni a la pasividad. No tenemos excusa para no dar frutos de santidad que den gloria a Dios. La vida misma es vocación que debe ser vivida siempre con esperanza cristiana, manteniendo las lámparas encendidas (cf. Mt. 25, 1-13) aunque la espera se alargue. Esta actitud interpelará proféticamente y nunca defraudará.
La fe cristiana habla con las manos
La fe cristiana no es el sueño en el que se refugia quien calcula la carga de la vida. Los creyentes en Cristo “sufren con los que sufren” (Cf. 1Cor. 12, 26), toman en serio el dolor del prójimo y les conmueve tratando de hacer algo por remediarlo. En los momentos de oscuridad es cuando mejor se puede percibir el brillar de la única luz verdadera, Jesús Resucitado, que es el amor crucificado de Dios por nosotros. La fe no necesita del sufrimiento para revalorizarse, ni “cotiza al alza” cuando el ser humano está sufriendo, ni Dios nos aguarda pacientemente detrás de la desgracia para que le glorifiquemos. La fe en Cristo habla con las manos, porque “actúa mediante la caridad” (Gal. 5, 2), no olvidando al huérfano y protegiendo a la viuda, para que, cuando presentemos nuestra oración no oigamos: “aunque multipliquéis vuestras plegarias, no os escucharé” (cf. Is. 1, 15-17). “La fe sin obras es una fe muerta” (Sant 2,17). Se nos llama a trabajar por la realización integral de la persona. “El amor a la sociedad y el compromiso por el bien común son una forma excelente de caridad”[1].
Tatuados en Dios
Cristo ha entregado su vida y está presente en quienes vieron resquebrajarse el suelo sobre el que se apoyaban. Las manos llagadas del resucitado son signo de que el amor del Padre es más fuerte que la muerte: “Mirad mis manos y mis pies, soy yo en persona” (Lc. 24,39). Quienquiera que contemple con fe estas manos podrá reconocer en ellas todo el peso del dolor del mundo y también el realismo de su esperanza. Quien las está mostrando nos dice: “Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos” (Ap. 1, 18). En su resurrección vivimos de su presente eterno y nuestros nombres quedan inscritos en el libro de la vida porque estamos tatuados en Dios: “Yo te llevo grabada como un tatuaje en mis manos” (Is. 49,16).
24 Horas para el Señor
En este camino cuaresmal un referente es la celebración de las 24 horas para el Señor, que tendrán lugar el viernes 25 y el sábado 26 de marzo, recordando las palabras de Jesús a la pecadora perdonada: “Han quedado perdonados tus pecados” (Lc 7,48). En la adoración eucarística encontramos también el ambiente propicio para celebrar el Sacramento de la Reconciliación cuya experiencia nos lleva a ser misericordiosos con los demás. Pido que en las parroquias, en las comunidades religiosas y en nuestros Seminarios se programen momentos de adoración al Santísimo, lectura de la Palabra de Dios y celebraciones penitenciales en el contexto de esta celebración.
¡Buen camino hacia la Pascua! Os saluda con afecto y bendice en el Señor.
+ Julián Barrio Barrio,
Arzobispo de Santiago de Compostela.