¡¡¡LA BÚSQUEDA DEL TESORO!!!




¿Conoces a Juan Manuel Cotelo? A lo mejor el nombre no te suena, pero si te hablo de películas que el hizo como: La última cima, tierra de María, Footprints o El mayor regalo, seguro que ya sabes de quien te hablo. 

Pues nos propone un juego para esta cuarentena. Sí, sí, un juego que se llama "LA BÚSQUEDA DEL TESORO".  Cotelo nos dice que en cualquier sufrimiento humano hay tesoros ocultos. En esta situación en la que estamos ¿Qué tesoros ves?



¡¡¡REZANDO CON NUESTRO PASTOR!!!


En estos momentos tan difíciles provocados por la crisis del coronavirus COVID-19 y la proclamación del estado de alarma, la Delegación Diocesana de Medios de Comunicación, a través de la página www.pastoralsantiago.org, desea ofrecer contenidos diversos para vivir en comunión nuestra fe y expresar nuestra esperanza en el próximo fin de esta pandemia.
Un espacio nuevo, Voces de esperanza, ofrece desde el lunes día 16 de marzo un comentario diario del arzobispo sobre el Evangelio, como introducción al rezo familiar del Santo Rosario a las 20:00 horas, así como colaboraciones y testimonios para compartir en estas jornadas.

¡¡¡DETENEOS Y RECONOCED QUE YO SOY DIOS!!!

Carta del Abad General OCist para el tiempo de epidemia


Queridos,
La situación que ha surgido con la pandemia del coronavirus me urge a buscar el contacto con todos ustedes a través de esta carta, como signo de que estamos viviendo esta situación en comunión, no sólo entre nosotros, sino con toda la Iglesia y el mundo entero.

 Como me encuentro en Italia y en Roma, experimento esta prueba en un punto crucial, aunque es evidente que la mayoría de los países en los que vivimos se encontrarán pronto en la misma situación.

En beneficio de todos es evidente que la primera reacción correcta que debemos tener, también como Orden y comunidades monásticas, es seguir las indicaciones de las autoridades civiles y eclesiásticas para contribuir con la obediencia y el respeto a una rápida resolución de esta epidemia. Nunca como ahora hemos sido llamados a darnos cuenta de cuánto la responsabilidad personal es un bien para todos. Quien acepta las reglas y el comportamiento necesarios para defenderse del contagio contribuye a limitarlo para los demás. Sería una regla de vida a observar en todo momento, a todos los niveles,
pero en la emergencia actual está claro que todos somos solidarios para bien o para mal.

Pero, aparte del aspecto sanitario de la situación, ¿qué nos está pidiendo este momento dramático con respecto a nuestra vocación? ¿A qué nos está llamando Dios como cristianos y particularmente como monjes y monjas a través de esta prueba universal? ¿Qué testimonio estamos invitados a dar? ¿Qué ayuda específica estamos llamados a ofrecer a la sociedad, a todos nuestros hermanos y hermanas del mundo?



Recuerdo la expresión de la Carta Caritatis en la que he insistido a menudo durante el año pasado, en particular en la Carta de Navidad de 2019 que, dicho sea de paso, se publicó justo cuando comenzó el contagio de COVID-19 en China: “Prodesse omnibus cupientes - deseosos de beneficiar a todos" (cfr. CC, cap. I). ¿Qué beneficio estamos llamados a ofrecer a toda la humanidad en este preciso momento?


"Deteneos y reconoced que yo soy Dios".


Tal vez nuestra primera tarea sea vivir esta circunstancia dándole un significado. Después de todo, el verdadero drama que la sociedad está experimentando actualmente no es tanto o sólo la pandemia, sino sus consecuencias en nuestra existencia diaria. 

El mundo se ha detenido. Las actividades, la economía, la vida política, los viajes, el entretenimiento, el deporte se han detenido, como para una Cuaresma universal. Pero no sólo eso: en Italia y ahora también en otros países, la vida religiosa pública también se ha detenido, la celebración pública de la Eucaristía, todas las reuniones y encuentros eclesiales, al menos aquellos en los que los fieles se reúnen físicamente. Es como un gran ayuno, una gran abstinencia universal.

Esta parada impuesta por el contagio y por las autoridades se presenta y se experimenta como un mal necesario. El hombre contemporáneo, de hecho, ya no sabe cómo detenerse. Sólo se detiene si es detenido. Detenerse libremente se ha convertido en algo casi imposible en la cultura occidental actual, que además está globalizada. Ni siquiera para las vacaciones se detiene uno realmente.  Sólo los reveses desagradables son capaces de detenernos en nuestra prisa por aprovechar cada vez más la vida, el tiempo, a menudo también de otras personas. 

Ahora, sin embargo, un desagradable contratiempo como una epidemia ha detenido a casi todo el mundo. Nuestros proyectos y planes han sido cancelados, y no sabemos por cuánto tiempo. Incluso nosotros, que vivimos una vocación monástica, quizás de clausura, ¡cuánto nos hemos acostumbrado a vivir como todos, a correr como todos, a pensar en nuestra vida proyectándonos siempre hacia un futuro!

Detenerse, en cambio, significa encontrar el presente, el momento que se nos pide vivir ahora, la verdadera realidad del tiempo, y por lo tanto también la verdadera realidad de nosotros mismos, de nuestra vida. El hombre sólo vive en el presente, pero siempre estamos tentados de permanecer apegados al pasado que ya no existe o de proyectarnos hacia un futuro que aún no existe y tal vez nunca existirá.


En el Salmo 45, Dios nos invita a detenernos y reconocer su presencia entre nosotros:

"Deteneos y reconoced que yo soy Dios,
Más alto que los pueblos, más alto que la tierra. 
El Señor del universo está con nosotros, 
nuestro alcázar es el Dios de Jacob." (Sal 45.11-12)

Dios nos pide que nos detengamos; no nos lo impone. Quiere que ante Él nos detengamos y permanezcamos libremente, por elección, es decir, con amor. No nos impide como la policía que detiene a un delincuente fugitivo. 

Quiere que nos detengamos como nos detenemos frente a nuestro ser querido, o como nos detenemos frente a la tierna belleza de un bebé dormido, o un atardecer o una obra de arte que nos llenan de maravilla y silencio. Dios nos pide que nos detengamos para reconocer que su presencia para nosotros llena todo el universo, es lo más importante en la vida, que nada puede superar. 

Detenerse ante Dios significa reconocer que su presencia llena el instante y por lo tanto satisface plenamente nuestro corazón, en cualquier circunstancia y condición en que nos encontremos.



Vivir la limitación con libertad


¿Qué significa eso en la situación actual? Que podemos vivirla con libertad, a pesar de tener que hacerlo. La libertad no es elegir siempre lo que quieres. La libertad es la gracia de poder elegir lo que da plenitud a nuestro corazón, incluso cuando nos lo quitan todo. Incluso cuando se nos quita la libertad, la presencia de Dios nos preserva y nos ofrece la libertad suprema de poder detenernos ante Él, de reconocerlo presente y amigo. Es el gran testimonio de los mártires y de todos los santos.


Cuando Jesús caminó sobre las aguas para llegar a sus discípulos en el mar tempestuoso, los encontró incapaces de avanzar a causa del viento en contra: 

"La barca (...) sacudida por las olas, porque el viento era contrario" (Mt 14,24). 

Los discípulos luchan indefensos contra el viento que se opone a su plan de llegar a la orilla. Jesús les alcanza como sólo Dios puede acercarse al hombre, con una presencia libre de toda restricción. Nada, ningún viento contrario y ni siquiera ninguna ley de la naturaleza puede oponerse al don de la presencia de Cristo que vino a salvar a la humanidad. 

"A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar" (Mt 14, 25).

Pero hay otra tormenta que se opondría a la presencia amistosa del Señor: nuestra desconfianza y temor:

 "Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma" (14,26). 

A menudo lo que imaginamos con los ojos de nuestra desconfianza convierte la realidad en un "fantasma". Entonces, es como si nosotros mismos estuviéramos alimentando el miedo que nos hace gritar. Pero Jesús es más fuerte incluso que esta tormenta interior. Se acerca, nos hace oír su voz, la sonoridad apacible de su presencia amistosa: 

"Jesús les dijo enseguida: '¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!’” (14,27)

"Los de la barca se postraron ante él, diciendo: '¡En verdad eres el Hijo de Dios!'" (Mt 14,33). 

Sólo cuando los discípulos reconocen la presencia de Dios y la aceptan como tal, es decir, se detienen ante ella, el viento deja de oponerse a ellos (cf. Mt 14,32) y

 "la barca tocó tierra en seguida, en el sitio a donde iban" (Jn 6,21).

¿Puede suceder esto en la situación de peligro y temor que estamos experimentando ahora ante la propagación del virus y las consecuencias, ciertamente graves y duraderas, de esta situación en el conjunto de la sociedad? 

Reconocer en esta circunstancia una posibilidad extraordinaria de acoger y adorar la presencia de Dios en medio de nosotros no significa huir de la realidad y renunciar a los medios humanos que se ponen en marcha para defendernos del mal. 

Esto sería un insulto a los que ahora, como todo el personal sanitario, se sacrifican por nuestro bien. También sería blasfemo pensar que Dios nos envía pruebas y luego nos muestra lo bueno que Él es para librarnos de ellas. 
Dios entra en nuestras pruebas, las sufre con nosotros y por nosotros hasta la muerte en la Cruz. Nos revela de esta manera que nuestra vida, tanto en la prueba como en el consuelo, tiene un significado infinitamente mayor que la resolución del peligro presente.


El verdadero peligro que se cierne sobre la vida no es la amenaza de muerte, sino la posibilidad de vivir sin sentido, de vivir sin tender hacia una plenitud mayor que la vida y una salvación mayor que la salud.

Esta pandemia, con todos sus corolarios y consecuencias, es entonces una oportunidad para que todos nosotros nos detengamos realmente, no sólo porque estamos forzados, sino porque hemos sido invitados por el Señor a estar ante Él, a reconocer que Él, en este momento, viene a nuestro encuentro en medio de la tormenta de las circunstancias y de nuestra angustia, proponiéndonos una renovada relación de amistad con Él, con Aquel que es indudablemente capaz de detener la pandemia como calmó el viento, pero que sobre todo nos renueva el don de su presencia amistosa, que vence nuestra fragilidad llena de miedo –"¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!”– y quiere llevarnos inmediatamente al último y pleno destino de la existencia: Él mismo que permanece y camina con nosotros.

Deberíamos vivir siempre así esta escena del Evangelio, así como la escena del mundo turbado de hoy, no debería parecernos tan extraña. De hecho, nuestra vocación como bautizados, al igual que nuestra vocación a la vida consagrada en la forma monástica, siempre debe ayudarnos y llamarnos a vivir así. 

La situación actual nos recuerda a nosotros y a todos los
cristianos un poco lo que dice San Benito sobre el tiempo de Cuaresma (cf. RB 49,1-3):

deberíamos vivir siempre así, con esta sensibilidad al drama de la vida, con este sentido de nuestra estructural fragilidad, con esta capacidad de renunciar a lo superfluo para salvaguardar lo más profundo y verdadero en nosotros y entre nosotros, con esta fe de que nuestra vida no está en nuestras manos sino en las manos de Dios.

También deberíamos vivir siempre con la conciencia de que todos somos responsables unos de otros, solidarios unos con otros para bien o para mal, de nuestras elecciones, de nuestros comportamientos, incluso los más ocultos y aparentemente insignificantes.



La prueba que viene a atormentarnos debe también hacernos más sensibles a las numerosas pruebas que afectan a otros, a otros pueblos, que a menudo vemos sufrir y morir con indiferencia.

 ¿Recordamos, por ejemplo, que mientras el coronavirus nos está atacando, los pueblos del Cuerno de África están sufriendo desde hace varios meses una invasión de langostas que amenaza el sustento de millones de personas?

¿Recordamos a los migrantes suspendidos en Turquía? 

¿Recordamos la herida siempre abierta en Siria y en todo el Medio Oriente? 
...

Un período de prueba puede hacer que la gente sea más dura o más sensible, más indiferente o más compasiva. Al fin y al cabo, todo depende del amor con el que lo vivimos, y es sobre todo esto lo que Cristo viene a darnos y a despertar en nosotros con su presencia. 

Cualquier prueba pasará, tarde o temprano, pero si la vivimos con amor, la herida que la prueba afecta a nuestras vidas permanecerá abierta, como en el Cuerpo del Resucitado, como una fuente siempre brotante de compasión.

Ministros del grito que pide salvación sin embargo, hay una tarea que estamos llamados a asumir de una manera específica: la ofrenda de la oración, de la súplica que implora la salvación. Jesucristo, por el bautismo, la fe, el encuentro con Él a través de la Iglesia y el don de una vocación particular para estar con Él en la "escuela del servicio del Señor" (RB Prol. 45), nos ha llamado a presentarnos ante el Padre pidiéndole todo en su nombre. 



Por eso nos da el Espíritu que, 

"con gemidos inefables", "viene en ayuda de nuestra debilidad, pues no sabemos orar como conviene" (Rm 8, 26). 

Antes de entrar en la pasión y la muerte, Jesús dijo a sus discípulos: 

"Soy yo quien os he elegido (...) de modo que lo que pidáis
al Padre en mi nombre os lo dé" (Jn 15,16). 


No nos eligió sólo para rezar, sino para ser oídos siempre por el Padre. Nuestra riqueza es entonces la pobreza de no tener otro poder que el de mendigar con fe. Y éste es un carisma que no se nos da sólo para nosotros, sino para llevar a cabo la misión del Hijo que es la salvación del mundo: 

"Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Juan 3,17). 

La necesidad de salvaguardar o recuperar la salud, que todo el mundo siente en este momento, tal vez con angustia, es también una necesidad de salvación, de una salvación que preserve nuestra vida de sentirse sin sentido, arrojada por las olas sin destino, sin el encuentro con el Amor que nos la da en cada momento para llegar a vivir eternamente con Él.


Esta conciencia de nuestra tarea prioritaria de oración por todos debe hacernos universalmente responsables de la fe que tenemos, y de la oración litúrgica que la Iglesia nos confía. En este momento en que la mayoría de los fieles se ven obligados a renunciar a la Eucaristía comunitaria que los reúne en las iglesias, ¡cuánta responsabilidad debemos sentir por las Misas que podemos seguir celebrando en los monasterios, y por el rezo del Oficio Divino que sigue reuniéndonos en el coro!

Ciertamente no tenemos este privilegio porque somos mejores que los demás. Tal vez se nos da precisamente porque no lo somos, y esto hace que nuestra mendicidad sea más humilde, más pobre, más efectiva ante el buen Padre de todos. 

Debemos ser más conscientes que nunca de que ninguna de nuestras oraciones y liturgias deben ser vividas sin sentirnos unidos a todo el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, la comunidad de todos los bautizados que tiende a abrazar a toda la humanidad.



La luz de los ojos de la Madre

Al fin del día, en cada monasterio cisterciense del mundo, entramos en la noche cantando la Salve Regina. Debemos hacer esto pensando también en la oscuridad que a menudo envuelve a la humanidad, llenándola de miedo a perderse en ella.

 En la Salve Regina pedimos sobre todo el "valle de lágrimas" del mundo, y sobre todos los "hijos de Eva exiliados", la luz dulce y consoladora de los "ojos misericordiosos" de la Reina y Madre de la Misericordia, para que en cada circunstancia, en cada noche y peligro, la mirada de María nos muestre a Jesús, nos muestre que Jesús está presente, que nos consuela, que nos cura y nos salva.

Toda nuestra vocación y misión se describe en esta oración.
¡Que María, “nuestra vida, dulzura y esperanza”, nos dé la oportunidad de vivir esta vocación con humildad y coraje, ofreciendo nuestra vida por la paz y la alegría de toda la humanidad!

Roma, 15 de marzo de 2020
3er Domingo de Cuaresma

Fr. Mauro-Giuseppe Lepori OCist

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¡EL ARZOBISPO NOS INVITA A REZAR CON ESTA ORACIÓN POR EL FIN DE LA PANDEMIA!!!!


Seguro que entre tanto aplauso, rosario, llamada familiar, ángelus, quedada en el balcón, estás más agobiado que cuando salías de casa. Pero seguro que también tienes dos minutitos más para rezar esta pequeña oración al Apóstol Santiago, para que este difícil episodio termine pronto y lo mejor posible.



PENSAR Y VIVIR LA EUCARISTÍA COMO MIEMBROS DE LA IGLESIA

Las sucesivas disposiciones que se están adoptando desde la Conferencia Episcopal y las Diócesis españolas, en sintonía con las autoridades sanitarias, están generando todo tipo de reacciones dentro de la comunidad eclesial.

 La Diócesis de Getafe, yendo más allá de lo dispuesto de forma general por el Gobierno de la Nación, ha decretado el cierre temporal de lugares de culto, templos parroquiales, iglesias y capillas. Muchos sacerdotes, religiosos y fieles laicos, sobre todo de las zonas de la diócesis más afectadas por la pandemia, han reaccionado con alivio y agradecimiento. Otros, viendo el problema desde una relativa distancia, han reaccionado manifestando su profundo desacuerdo. 

Quienes han reaccionado así argumentan invocando el ejemplo de otras diócesis donde las disposiciones adoptadas, respetando las medidas del Estado de alerta, quieren garantizar ante todo las celebraciones de la Eucaristía y los templos abiertos. No es necesario detenerse mucho para advertir la confusión que genera este tipo de reacciones entre los que nos miran desde dentro y desde fuera de la Iglesia. 

Es evidente que las medidas que se están adoptando en cada diócesis dependen de la percepción que se tiene en cada lugar del problema. No deberíamos olvidar que en la Diócesis de Getafe se encuentra uno de los municipios (Valdemoro) donde el contagio se está produciendo con más agresividad. Si atendemos a lo que ya ha sucedido en Italia, no es difícil adivinar que, en virtud de la fuerza de los hechos, todas las diócesis acabarán asumiendo las medidas extraordinarias más exigentes, como las adoptadas por nuestra diócesis de Getafe. ¿Significará esto que habremos reaccionado con la actitud mediocre de quien aprecia más la salud corporal que el bien espiritual del pueblo fiel?

1. Una enseñanza luminosa de san Pablo VI: el valor de la “misa privada”

En una situación como esta puede resultar muy iluminador recuperar las enseñanzas sobre la Eucaristía de un Papa Santo, como Pablo VI, quien en su Encíclica Mysterium fidei (3.9.1965), publicada tres meses antes de la clausura del Concilio Vaticano II, salía al paso de algunos motivos de preocupación en torno al misterio eucarístico, entre los cuales enumeraba el valor de las llamadas “misas privadas”, es decir, aquellas misas que celebra el sacerdote solo, sin presencia de pueblo fiel. 

Algunos autores, haciendo una lectura meramente sociológica de la categoría “pueblo de Dios”, recuperada por el Concilio desde su rica comprensión bíblica y patrística, difundían la idea de que la misa sin fieles carece de sentido. «No se puede -afirmaba el Papa- exaltar tanto la misa llamada comunitaria, que se quite importancia a la misa privada» (MF 2). Y más adelante añadía la razón de esta importancia: «Porque toda misa, aunque sea celebrada privadamente por un sacerdote, no es acción privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual, en el sacrifico que ofrece, aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la salvación del mundo entero la única e infinita virtud redentora del sacrificio de la Cruz» (MF 4). 

El sacerdote, en efecto, en virtud del sacramento del Orden ha sido configurado con Cristo, único Mediador, Sumo y Eterno Sacerdote, de tal manera que no es él quien celebra, sino Cristo mismo en él. El sacerdote actúa “en la persona de Cristo Cabeza” (in persona Christi Capitis). En la celebración del Santo Sacrificio de la Misa el sacerdote no hace sino actualizar (“hacer memorial”) el único Sacrificio de Cristo. 
A la luz de estas enseñanzas conviene, pues, recibir las disposiciones emanadas en la Diócesis de Getafe y en otras diócesis, aclarando lo que se ha hecho: ¡no se han suprimido las Misas! Cerrar los templos no significa haber dejado a los fieles sin los frutos infinitos del Sacrificio Redentor de Cristo que se actualiza en el altar. 

El cierre de los templos no responde a falta de fe o de visión sobrenatural, sino que es una reacción desde la fe que se quiere hacer operativa por la caridad (cf. Gál 5, 6). Seamos honestos: ¿disponemos en nuestras parroquias y templos de los medios personales y materiales para lograr las condiciones de no aglomeración y de higiene que alejen el peligro de contagio? Si banalizamos estas medidas y crece el número de infectados ¿podremos garantizar que nuestros sacerdotes puedan seguir llevando el consuelo de los sacramentos a los más enfermos y moribundos, y acompañar a las familias que entierran a sus difuntos?
En estos momentos debemos vivir nuestra comunión con Cristo sabiéndonos miembros de la Iglesia. El “ayuno eucarístico” temporal de unos es necesario para garantizar la comunión sacramental de otros. No olvidemos que estamos viviendo con toda la Iglesia el tiempo de gracia que llamamos Cuaresma. Tengamos la audacia de vivir esta situación de pandemia como oportunidad preciosa que nos regala el Señor en el camino de conversión
Que el ayuno eucarístico de estos días nos ayude a sentir como propio el sufrimiento de quienes se ven privados de la Eucaristía por falta de sacerdotes. Hecho que ya está sucediendo en muchos pueblos y aldeas de la España vaciada, además de muchas comunidades en tierras de primera evangelización.

Que el ayuno eucarístico de estos días nos ayude a valorar aún más el bien infinito de la participación en la Santa Misa de modo que pidamos al Señor el don de una verdadera “conversión eucarística”, que nos permita centrar nuestra vida en la Eucaristía, “fuente y culmen de la vida cristiana” (LG 11). Pidamos al Señor en este tiempo la gracia de prepararnos cada día mejor al encuentro con Cristo en la Eucaristía.

Que el ayuno eucarístico de estos días nos ayude a vencer la mentalidad individualista con la que tantas veces recibimos los sacramentos. Los sacramentos, y de forma muy especial la Eucaristía, son siempre dones inmerecidos, no son bienes “de uso particular”. Los sacramentos han sido confiados por Cristo a su Iglesia y como miembros de la Iglesia, es decir, con corazón eclesialmente ensanchado, debemos acercarnos a recibirlos. Fundamentar la vida personal en la gracia que se nos regala en los sacramentos no significa que podamos participar o disponer de ellos aisladamente. 

Que el ayuno eucarístico de estos días despierte en nosotros el deseo de salir al encuentro de Cristo ahí donde nos ha asegurado también su presencia: “Jesús en medio” entre los miembros de la familia; Jesús en mi prójimo, especialmente en el más necesitado. Recuperemos las palabras sabias de san Juan Pablo II al convocar el Año de la Eucaristía: «No podemos hacernos ilusiones: por el amor mutuo y, en particular, por la atención a los necesitados se nos reconocerá como verdaderos discípulos de Cristo (cf. Jn 13, 35; Mt 25, 31-46). En base a este criterio se comprobará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas» .

2. Entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes (Jl 2, 17)

Como todos los años, comenzábamos la Cuaresma hace apenas tres semanas escuchando el miércoles de ceniza las palabras de la profecía de Joel: entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes (Jl 2, 17). ¡Qué oportunas son estas palabras cuando celebramos la Eucaristía sin presencia de fieles! Queridos hermanos sacerdotes: algunos de vosotros habéis comentado que resulta muy duro celebrar la Eucaristía a solas, con las puertas de vuestras iglesias cerradas. ¡No sintáis vergüenza al regar con vuestras lágrimas el altar! ¡Llorad, sí, llorad por vuestros fieles, llorad con ellos, y presentad vuestras lágrimas al Señor! «No puedes ser padre si no lloras -decía san Juan Crisóstomo-. Yo quiero ser padre misericordioso» . 

Vivid este tiempo, hermanos sacerdotes, como oportunidad preciosa para volver sobre el centro de la vocación a la que un día el Buen Pastor os llamó. San Gregorio Magno señalaba bien ese centro cuando resumía la singularidad de la vida sacerdotal en estas hermosas palabras: «(el sacerdote) por dentro medita los secretos escondidos de Dios; por fuera lleva la pesada carga de sus hermanos» . Reforzad en estos días el diálogo interior con Cristo Buen Pastor para que podáis cargar sobre vuestros hombros a cada uno de los fieles que Cristo mismo os ha confiado. Recordad, una vez más, que, al subir al altar para celebrar la Santa Misa, nunca vais solos, aunque no os acompañen los fieles. Recordad que al celebrar la Eucaristía privadamente el Señor está derramando gracias abundantes para vosotros, para la Iglesia y para el mundo, gracias que no vendrán si abandonamos la celebración eucarística. Así lo recordaba, una vez más, san Pablo VI:
«De donde se sigue que, si bien a la celebración de la misa conviene en gran manera, por su misma naturaleza, que un gran número de fieles tome parte activa en ella, no hay que desaprobar, sino antes bien aprobar, la misa celebrada privadamente (…) porque de esta misa se deriva gran abundancia de gracias especiales para provecho ya del mismo sacerdote, ya del pueblo fiel y de toda la Iglesia, y aun de todo el mundo: gracias que no se obtienen en igual abundancia con la sola comunión» (MF 4).

Queridos fieles: ¡rezad especialmente en estos días por vuestros sacerdotes! 

Sabéis que en nuestra Diócesis varios de ellos ya han dado positivo al test del Covid-19. Algunos, más graves, están hospitalizados. Y es previsible que en los próximos días vayan apareciendo nuevos casos. Los templos no se han cerrado para dar vacaciones al clero o para protegerlo del contagio. Nuestros sacerdotes, algunos de forma heroica, están reforzando los equipos de capellanes de los hospitales, están celebrando las exequias de nuestros difuntos, están visitando a los enfermos más graves para llevarles el auxilio de la Confesión y de la Comunión, y están ofreciendo, con gran creatividad, propuestas de oración y formación a través de las redes sociales y medios de comunicación. 

Los sacerdotes que están hospitalizados nos están regalando el testimonio admirable de vivir la postración de la enfermedad como ofrenda por el bien espiritual de sus fieles. ¡Están haciendo de sus camas hospitalarias verdaderos altares donde se unen a Cristo, Sacerdote y Víctima! 

Oremos, ahora más que nunca, por nuestros sacerdotes, pongámoslos bajo la protección de San José, custodio del Redentor, para que no desfallezcan en estos momentos, y sean, siempre y en todo, sacerdotes de Cristo.

3. El ayuno eucarístico y la comunión espiritual

Si entendemos que cerrar los templos no significa privar a los fieles del fruto de la Eucaristía, aprenderemos a valorar otras formas verdaderas de encuentro con el Señor, como la llamada comunión espiritual. 

Es importante advertir que el desarrollo de la enseñanza de la Iglesia sobre esta forma de comunión se ha producido en la Edad Media, en tiempos de gravísimas epidemias, al hilo de las controversias eucarísticas provocadas por quienes negaban la presencia real de Cristo en la Eucaristía.

Guillermo de Saint-Thierry (+1148), el gran monje benedictino que al final de su vida abrazó la reforma del Císter atraído por la santidad de san Bernardo, dirigiéndose a los monjes cartujos de la joven abadía de Monte Dei, consciente de que no siempre podían recibir la Sagrada Comunión, les recuerda que la gracia del sacramento se puede recibir, aunque materialmente no se pueda comulgar:

El sacramento de esta santa y venerable conmemoración sólo es dado celebrarlo a unos pocos hombres según el modo, lugar y tiempo especiales; mas la gracia del sacramento está siempre disponible y pueden actuarla, tocarla y recibirla para la propia salvación, con la reverencia que se merece, en la forma en que ha sido transmitida y en todo tiempo y lugar al que se extiende el señorío de Dios, aquellos de los que se ha dicho: Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo elegido para anunciar las alabanzas de aquel que os sacó de las tinieblas a su luz admirable (1 Pe 2, 9) (…) Si la quieres y la deseas con toda sinceridad, tienes esta gracia disponible en tu celda a todas las horas, tanto de día como de noche. Cuantas veces te unes fiel y piadosamente a este acto en memoria del que padeció por ti, otras tantas comes su cuerpo y bebes su sangre; y siempre que permaneces unido a Él por el amor, y Él a ti en acción de santidad y de justicia, formas parte de su cuerpo y de sus miembros .

La gracia del sacramento es la unión a Cristo por el amor, que lleva a ser parte viva de su cuerpo que es la Iglesia. Esta gracia se regala a quien la quiere y desea con sinceridad, aunque no se pueda participar en el sacramento, si con dignidad y reverencia se descansa en el recuerdo de Quien padeció por ti. No extraña que un siglo después, santo Tomás de Aquino, el Doctor eximio de la Eucaristía, llegue a afirmar de la comunión espiritual:

«Es tal la eficacia de su poder que con sólo su deseo recibimos la gracia, con la que nos vivificamos espiritualmente» .

Para despertar el deseo y unirnos con la memoria del corazón a Quien por amor a nosotros se queda en el Sacramento del Altar, podemos emplear alguna de las oraciones que la tradición cristiana nos ha transmitido:

Creo, Jesús mío, que estás realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar. Te amo sobre todas las cosas y deseo ardientemente recibirte dentro de mi alma, pero no pudiendo hacerlo sacramentalmente, ven al menos espiritualmente a mi corazón. Y como si estuvieras conmigo os abrazo y me uno con vos. Quédate conmigo y no permitas que me separe de ti.

Repitamos, con palabras de un teólogo del siglo pasado, la enseñanza esperanzadora de la Iglesia Católica: 

«La “comunión espiritual” es con toda verdad una comunicación personal con Cristo. Produce la gracia sacramental de la Eucaristía de manera no sacramental» .



Conclusión: «Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre»

En los próximos días se cumplirá el segundo aniversario de la Exhortación apostólica Gaudete et exultate del papa Francisco sobre la llamada a la santidad en el mundo actual (19.3.2018). 

Como sabemos, en el segundo capítulo el Papa desenmascara “dos sutiles enemigos de la santidad”. Para describir estos enemigos menciona dos errores doctrinales del pasado que hoy reaparecen en algunas actitudes: el “gnosticismo actual” y el “pelagianismo actual”
¿No hay acaso destellos de un neo-monofisismo en quienes, para primar la salud espiritual de los fieles, minusvaloran la salud corporal? ¿Se equivoca acaso la Iglesia cuando nos pide orar por los enfermos? ¿Acaso pedimos que les llegue pronto la muerte para que entren en la bienaventuranza eterna? 

Evitemos este otro “enemigo sutil” de la santidad que lleva a considerar la postura propia la más auténtica por gozar -así se pretende- de una “visión sobrenatural”, mientras se critica la postura que busca la salud espiritual de los fieles evitando poner en peligro su salud corporal, hasta donde prudencialmente es posible. 

Dejémonos también iluminar en esto por la recta fe de la Iglesia. Contemplemos el misterio admirable de la encarnación y no enfrentemos la naturaleza humana a la divina, la naturaleza a la gracia, la salud del cuerpo a la del alma, pues sabemos que «hay un sólo Médico, carnal y espiritual, creado e increado, que en la carne llegó a ser Dios, en la muerte, vida verdadera, (nacido) de María y de Dios, primero pasible y, luego, impasible, Jesucristo nuestro Señor» .

En una situación como la actual se percibe aún con más claridad la necesidad de mantenernos unidos. Evitemos todo lo que quiebra la comunión. Superemos el discurso tramposo que enfrenta a “los que tienen fe” con “los que tienen miedo”. No caigamos en la tentación del individualismo, buscando “soluciones” por cuenta propia. Necesitamos caminar juntos. Renovemos la oración por nuestro Obispo. Pidamos al Señor que lo colme con su luz y lo robustezca con su gracia para que en sus decisiones reconozcamos el báculo firme y las entrañas misericordiosas del Buen Pastor. Y quienes tenemos la dicha inmensa de pertenecer a la Diócesis de Getafe acojamos las palabras de un obispo mártir del siglo I, san Ignacio de Antioquía, como palabras dirigidas a nosotros en el momento presente: «Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre» .

Que la Reina de los Ángeles, protectora y patrona de nuestra diócesis, nos alcance de su Hijo el consuelo de una comunión renovada, la salud de los enfermos y la protección de nuestro pueblo. ¡Nada sin María! ¡Todo con Ella!


Getafe, 17 de marzo de 2020

+ José Rico Pavés
Obispo Auxiliar de Getafe

¡¡¡UNA INUSITADA EFERVESCENCIA!!!

Es de noche, domingo. 
Mientras escribo, llueve como si se regenerase la ciudad vaciada a causa de la pandemia. Hoy ha sido el primer día donde todas las iglesias de nuestra diócesis (como de tantas otras) no se han abierto, a pesar de ser domingo. Me atrevería a decir que la unanimidad de las personas creyentes lo han entendido responsablemente. Quizás, alguna, que han hecho de su fe una costumbre atávica, no tanto. 

Algunos sacerdotes se han puesto muy nerviosos y nos han llenado los medios habituales, con los que nos solemos comunicar, de oraciones, llamadas a rezar, la posibilidad de seguir la Misa por streaming, es decir en directo vía web, nos han enviado link, o sea un enlace o conexión, para poder ver el Santísimo expuesto … y algún otro ha salido a dar un paseo por las calles con la custodia como si se tratara del Corpus Christi (y me pregunto con qué permiso, porque para muchas cosas somos muy estrictos y para otras no tanto.) 

Todo este bombardeo me suscita muchas preguntas, 
¿No parece que tratamos a las personas creyentes como que no supieran rezar y deben de depender del clero para hacerlo? ¿Qué hemos hecho hasta ahora, tenerlos de espectadores? ¿Nos os parece que tanta Misa por las pantallas mantiene a las personas en la pasividad de mirar en inconsciencia? ¿O es que queremos “justificar” nuestro sacerdocio? ¿Es que los servicios religiosos de las televisiones y las radios no son suficientes? 
Hasta ahora sí lo han sido. ¿Qué es más importante, un rato de oración o de lectio divina con la Palabra, o rezar cualquier oración aprendida, o mirar una misa por una pantalla? 

Me han llegado ejemplos de jóvenes que en el piso de estudiantes se han reunido para leer la Palabra y orar por las necesidades más urgentes. Se de familias con niños que han colocado sobre un mantel blanco, una vela y una Biblia abierta y han rezado juntos, escuchando la Palabra de Dios. Alguna persona se ha encerrado en su habitación y leyendo “el evangelio de cada día” ha guardado un silencio reparador. Una joven me dijo que entró en internet y buscó “lecturas de hoy” y rezó con ellas y con la reflexión que traían. Alguna familia anciana, a la hora de la misa del pueblo se han puesto a rezar el rosario por todos los que sufren y nos ayudan. Otras como de costumbre se ha npuesto a seguir la misa por televisión. Una mujer me decía: busqué el silencio y me uní a aquellos que en algún lugar del mundo estaban en comunidad celebrando la Eucaristía. No necesitaron retransmisiones. Además, sabemos que una pantalla nunca te ayudará a recogerte, ¡y es tan necesario! Todos los creyentes son personas adultas, y se saben sacar las castañas del fuego, aunque muchas veces no los tratemos así. La persona que cree reza y sabe hacerlo. 

Este tiempo de gracia, también sirve para que nosotros los presbíteros y diáconos paremos un poco, reflexionemos y reconstruyamos nuestra vida pastoral, oremos más intensamente, pongamos lentitud entre tanto activismo, leamos aquel libro que dejamos a medio empezar en el estante de nuestra librería, celebremos la Eucaristía en pacífica y desierta soledad, reflexionemos y sanemos las heridas que vamos dejando abiertas, en definitiva, busquemos lo esencial de nuestro ministerio en este momento. 

Parece que algunos tenemos miedo al vacío, si no se nos ve o se nos escucha, y olvidamos que una de nuestras tareas es la oración por los demás, o vicaria. Tendremos que medir cuánto hay en todo este despliegue mediático de un afán insuperable de protagonismo. La Santa Misa es muy grande para ser vivida en comunidad, las emitidas solo son para las personas enfermas e impedidas. Dejemos de bombardear a las buenas personas con todo tipo de reflexiones, estampas, videos y oraciones, que parecemos más a comerciales de lo religioso, que a personas de Dios. En esto también somos consumistas, eso que tanto criticamos, y además favorecemos. Todo este despliegue pienso que responde a este tipo de pastoral, poco pensada a la luz del Evangelio. ¡Hay tantas mujeres y hombres creyentes en el mundo, que celebran la Eucaristía de ciento en viento cuando pasa el misionero (a veces meses) y viven su fe con gran integridad! 

Pero nosotros somos de los ricos, también consumistas de lo religioso, con derecho a que no nos falte la Misa, aunque sea televisada, y en realidad tenga el mismo valor que rezar ante una estampa. Ayunemos también de sonidos e imágenes en esta cuaresma tan real y de desierto. Miremos nuestro interior y hagamos silencio es donde nos habla Dios. Vivamos la intensidad de la pobreza, como ellos, porque al final tanto aluvión de mensajes es como la lluvia que cae que ni empapa la tierra ni da frutos. ¡Ánimo y adelante!

Antonio Gómez Cantero 
Obispo de Teruel y Albarracín